Olvido. Rencuentro…
Entre esos barcos, que parecen los mismos que viera hace 40 años, se fueron aquellos veranos. Y en la barandilla de metal, por la noche junto al carro de mi abuelo, veía las luces de los puertos de enfrente.
En la playa se quedaron nuestros juegos, nuestras aventuras por las rocas, nuestros descubrimientos bajo el agua; nuestras risas de helado, nuestras palmas y canciones.
Y luego ahí en su arena recobré la sal, y el salario; y todo cobró sentido, de nuevo. Y quién dijo de entre vosotros: no hay nada que el mar no cure… citando a otra que no recuerdo (discúlpame); sí: ¿quién lo dijo?
Es marzo y aún hace frío, pero me baño. Veo a mis hijos disfrutar, me los llevo de aquí allá: mira, un coral blanco; huevos de tiburón, el mariscador, las algas, los cangrejos. Mira. Pregunta. Observa.
La naturaleza previsiblemente cíclica de las olas, pero inexacta y libre (ninguna se para justo donde ha alcanzado la anterior), me ensimisma, y en la conciencia de todo eso que tantos ensalzaron, me pierdo. Recuerdo mi antología de Luis Cernuda, cómo olía a brisa marina…
Y pienso que, igual que hay una forma de verdad de ir al campo, y una forma de verdad de pasear por las calles, hay una forma de verdad de estar frente al mar: la soledad. Aunque haya un ejército en torno.
Y ni un ejército de hielo detendría el verano que llevo adentro.